En 1929, la propaganda judía sobre las posibilidades de volver a España para los sefardíes se extendió por varios países. El Ministerio de Asuntos Exteriores comunicó que no había problema ni ley que impidiese a los judíos volver a España.
Este repentino interés español por la cuestión judía se debió más bien a motivos económicos ya que veían en ellos un arma de penetración comercial en los Balcanes y el Mediterráneo Oriental.
Aún así, se formaron grupos dispuestos a emigrar, como sucedió con una treintena de familias de Jerusalem. Los sefarditas búlgaros lanzaron el comunicado más ambicioso al Gobierno Español: querían la nacionalidad española ilimitada para todos los judíos que certificaran que sus antepasados pertenecían a una sinagoga de rito español, aunque no estuvieran inscritos en el consulado de España. Como reconocimiento simbólico pedían la abolición al Gobierno del “Edicto de Granada” de 1492 y que se insertaran declaraciones en pro de los sefarditas en la Constitución Española.
El gobierno respondió citando el artículo segundo de la Constitución y el 27 del Código Civil. Para terminar se sentenció: “ni las circunstancias de raza, religión ni origen territorial eran impedimentos para que se establecieran en España, aplicaran sus iniciativas y actividades y disfrutaran de los mismos derechos…”.
Como respuesta a la petición sobre el “Edicto de Granada” se concluyó que dicha ley quedó derogada al establecerse los artículos 21 y 27 de la Constitución de 1868 (libertad de culto).
Pero lo cierto es que mientras se decía todo esto en el Ministerio de Asuntos Exteriores se veía con recelo la vuelta incontrolada de millares de judíos a España. Se puntualizó de esta manera: “no era aconsejable crear núcleos de israelitas en España, ya que constituyen una organización peculiar con fines propios, y riesgo de perturbar el funcionamiento normal de nuestras instituciones económicas”.
Con esta premisa solo se facilitó la llegada de sefardíes que viniesen con carácter transitorio.
Esta Real Orden fue muy bien aceptada por los diplomáticos españoles en el extranjero, ya que no mostraba el antisemitismo europeo de finales del XIX pero se frenaba la llegada de inmigrantes judíos; tanto por razones económicas como políticas.
En definitiva, hasta la llegada de la II República se intentó mantener buenas relaciones con los judíos sefarditas europeos, pero frenando en lo posible la inmigración a España.
Fuente: Sefarad, los judíos de España. María Antonia Bel Bravo. Madrid, 2006.
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