Felipe II carecía de las aficiones viajeras y cosmopolitas de su padre y de su don de gentes y sintonía de afectos.
Las sucesivas abdicaciones imperiales, desde 1554 (Nápoles y Milán) hasta abril de 1556 (el Franco Condado), determinaron el surgimiento sobre el mapa de Europa de dos grandes formaciones estatales complejas y asociadas dinásticamente: el Imperio Austriaco y la Monarquía Hispánica.
El Imperio Austriaco, proyectado hacia el espacio centroeuropeo germánico y los Balcanes, en los límites orientales de la Europa propia, el pariente pobre del esquema geopolítico; y la Monarquía Hispánica, un poderoso conjunto de dispersos territorios, situados en Italia y el Rin, sobre la columna vertebral europea, los más prósperos del continente, y allá en la proa oceánica del viejo mundo, apuntando a las Indias de Oriente y de Occidente y a sus enormes recursos desde la atalaya Sevillana.
La organización y funcionamiento de la Monarquía Hispánica requirió mano firme y talento para evitar que se disolviera en la anarquía o inoperancia italiana y germánica el enorme edificio político, cuyos problemas y mecánica no dejan de guardar paralelismo con respecto a los de la Unión Europea de nuestros días. Claro que ya existía desde la época de los Reyes Católicos el engranaje básico de unas estructuras estatales y administrativas de índole polisinódica y un esquema económico que, si no perfecto ni mucho menos, había funcionado con razonable satisfacción durante más de medio siglo, aunque pronto sería sometido a tensiones críticas.
https://t.co/cfz6mXWikT @Neoprusiano Rey Felipe II de España, I de Portugal, de Inglaterra e Irlanda. Tiziano Vecellio (1490-1576), 1551. pic.twitter.com/W83MZzk6mr
— Neoprusiano (@Neoprusiano) 29 de septiembre de 2017
Entre las debilidades de la nueva Monarquía Hispánica hay que señalar la complejidad institucional de los diferentes Estados que la integraban, la difícil articulación de sus intereses respectivos, la distancia geográfica, cronológica y eficaz que separaba sus espacios, la longitud desmesurada y fragilidad de sus comunicaciones o rutas, la dependencia creciente del comercio nórdico europeo de cereales y pertrechos navales y la carencia de una capital indiscutible y “natural”, como la que los franceses e ingleses tenían en las grandes urbes de París y Londres.
Esta última necesidad perentoria la resolvió, como otras, con diligencia el aún joven Felipe II, designando para Corte del inmenso imperio una villa manchega equidistante de sus horizontes septentrionales, mediterráneos, africanos y oceánicos.
Fuente: ¿Qué fue la Gran Armada? por Pablo Martínez, Juan José Pallarés, Pedro José Sánchez y Pablo Victorio. Alumnos de Historia de la Universidad de Murcia.
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